Una gota de sudor, hecha de ambición por fama, gloria y justicia recorrió su sien. Segundo a segundo se fue irguiendo su espalda, entre el silencio de una inescrupulosa y soberbia multitud casi se podÃa escuchar el crujir de sus vértebras, también los últimos suspiros de los inmensos leones que ahora yacÃan a sus pies. Filippo, el benjamÃn de Sicilia, habÃa logrado sepultar el orgullo de una nación entera, un orgullo lleno de banalidades y subestimación por los más pobres, por los menos agraciados. Valiente, desafiante y para nada rezagado, levantó su quijada y clavó su mirada oliva sobre el verdugo romano al que algunos llamaban César. Asà fue como, sin esperar el veredicto que lo entregarÃa a la vida o a la muerte, la multitud perteneciente al súmmum y todos los que vivÃan de sobras de pan estallaron en aplausos, gritos y vÃtores, entregándole a Filippo algo más valioso que la vida misma, la inmortalidad de la memoria eterna.
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